168# El sacerdote

El anciano se acerca al cáliz y se lo lleva a la boca. Nota el ardor del vino caer por su garganta y se siente vivo otra vez. Lo saborea y cierra los ojos.

Vuelve a beber y tras repetir el proceso, limpia el borde del cáliz con un pañuelo, dejando ambos objetos sobre una mesa. Mira el reloj y asintiendo con la cabeza se dirige a la habitación contigua.

En el centro de la sala hay un perchero de oro con una toga de un blanco impoluto y un báculo curvado por arriba. El anciano se detiene y los observa con atención. Se desviste, y una vez desnudo, se coloca la toga y agarra el bastón con firmeza. Camina hasta una de las paredes y, del interior de una caja que hay sobre un estante, recoge un anillo.

Se dirige a la otra estancia, contempla el cáliz y se lo lleva a los labios. En ese mismo instante, un joven aprendiz entra en la sala. Y sin decir nada espera a que el anciano le dirija la palabra.

—Jeremías —habla al fin el anciano—, puedes empezar a organizarlo todo. Yo saldré en unos minutos a dar la bienvenida. —Vuelve a mirar el reloj—. Todavía tengo tiempo de rezar una vez más.

Cuando el aprendiz sale de la sala, el anciano vuelve a beber del cáliz hasta vaciarlo.

El sonido de los murmullos de la gente le hace comprender que la hora está próxima. Se acerca al umbral de la puerta y camina hasta el altar. Desde allí contempla toda la iglesia de manera privilegiada. La música utilizada para la entrada del novio comienza a sonar y segundos después ve como aparece un joven vestido de negro por la puerta de la iglesia.

—Hola, padre —le saluda el hombre cuando llega a su posición.

—Hola —contesta secamente—. ¿Nervioso?

—Un poco, la verdad…

—Es normal, pero aquí, en la casa del señor, no tienes por qué preocuparte.

El novio asiente y sonríe tímidamente ante aquellas palabras.

—Si me disculpas, voy a seguir con los preparativos.

El anciano se marcha de allí, bajo la atenta mirada del novio, entrando en la sala que hay tras el altar. Allí se encuentra con Jeremías quien está marcando las páginas que más tarde va a leer durante la misa.

—Ya termino, padre —se disculpa el monaguillo al verlo entrar.

—La prometida no ha llegado todav… —Es interrumpido por el inicio de la canción que da entrada a la novia—. Acércamelo cuando hayas terminado —le ordena al joven al tiempo que se voltea y se dispone a recepcionar a la mujer.

—Bienvenida, hija —le saluda el anciano.

—Hola, padre.

El sacerdote espera a que todo el mundo esté en silencio, mientras observa cómo van tomando asiento.

—Estamos aquí para realizar la unión entre Fulanito y Menganita.

El anciano aprieta el play en su cabeza y comienza a oficiar la ceremonia de manera automática.

—Oremos —propuso el cura al tiempo que todos los presentes se levantaban—: escucha nuestras súplicas, Señor. Derrama tu gracia sobre estos hijos tuyos, que se unen junto a tu altar, y hazlos fuertes en la mutua caridad. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

—Amén —respondieron al unísono los invitados.

—Voy a leeros la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios.

Observa como los novios se miran nerviosos y el novio acaricia la mano de su futura mujer.

—El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta…

—El amor no pasa nunca —susurran ellos.

—¿El don de la profecía?

—Palabra de Dios —alaban todos los invitados.

El anciano se acerca al altar, coge el cáliz que Jeremías había preparado para la ceremonia, y lo alza en dirección a la cruz que preside el ábside. Un murmullo de los presentes comienza a crecer.

—Ahora la hermana de la novia nos leerá el salmo ciento cuarenta y cuatro —anuncia dejando el cáliz sobre el altar y acercándose a los novios.

Una mujer se levanta del banco y ajustándose la falda se acerca a Jeremías quien le ayuda a subir los escalones, y le indica el fragmento que tiene que leer.

—Hola… —comienza aclarándose la garganta—. El Señor es bueno con todos. La tierra está llena.

—El Señor es bueno con todos —responden los presentes—. La tierra esta llena.

El anciano desconecta del salmo y contempla la iglesia. Se detiene en las vidrieras de colores por donde el sol se filtra proyectando una gama cromática espectacular y se relame los labios.

Desvía la mirada hacia el cáliz y trata de dar un paso en su dirección cuando la mujer concluye el salmo.

—Muchas gracias —añade la hermana dedicándole una sonrisa a los novios.

La mujer se dirige a los asientos cuando el anciano vuelve a situarse frente a la pareja.

—Fulanito y Menganita, ¿venís a contraer Matrimonio sin ser coaccionados, libres y voluntariamente?

—Sí, venimos libremente —responden ellos.

—¿Estáis decididos a amaros y respetaros mutuamente, siguiendo el modo de vida propio del Matrimonio, durante toda la vida?

—Sí, estamos decididos.

—¿Estáis dispuestos a recibir de Dios responsable y amorosamente los hijos —«Y bla, bla bla…» se dice pulsando de nuevo el botón de play y forzando una sonrisa—, y a educarlos según la ley de Cristo y de su Iglesia?

—Sí, estamos dispuestos.

—Así, pues, ya que queréis contraer santo Matrimonio, unid vuestras manos y manifestad vuestro consentimiento ante Dios y su Iglesia.

Los novios se cogen de la mano.

—Fulanito, ¿quieres recibir a Menganita como esposa, y prometes serle fiel en la prosperidad y en la diversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarla y respetarla todos los días de tu vida?

—Sí, quiero.

—Menganita, ¿quieres recibir a Fulanito como esposo, y prometes serle fiel en la prosperidad y en la diversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarlo y respetarlo todos los días de tu vida?

—Sí, quiero —agregó ella.

Comienza a sonar una música celestial, elegida expresamente por los novios, pero el anciano tararea para sus adentros la sinfonía de Carmina Burana.

—El Señor confirme con su bondad este consentimiento vuestro que habéis manifestado ante la Iglesia —«Sors immanis, et inanis, rota tu volubilis…»—, y os otorgue su copiosa bendición. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Bendigamos al Señor.

—Demos gracias a Dios —respondieron todos.

Jeremías indica con un gesto a los pequeños que se acerquen a los novios y les entreguen las alianzas.

—El Señor bendiga estos anillos que vais a entregaros uno al otro en señal de amar y fidelidod. —El anciano se da cuenta de su error y carraspea—. En señal de amor y fidelidad.

—Amén —afirman los novios haciendo caso omiso del error.

—Menganita, recibe esta alianza en señal de mi amor y fidelidad a ti —le habla colocándole el anillo.

—En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo —añade el sacerdote. «Sternit fortem. ¡Mecum omnes plangite!»

—Fulanito, recibe esta alianza en señal de mi amor y fidelidad a ti.

—En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo —añade nuevamente el sacerdote, en el mismo instante en que se lleva la mano a la boca tratando de disimular un eructo, ladeando la cabeza—. El Señor este con vosotros… —concluye el cura—. Podéis besaros.

El anciano da media vuelta y se marcha hacia la habitación. Sus pasos son acelerados, cruza la estancia y llega a otra sala en la cual hay una pequeña pica, se dobla en una arcada y abre el grifo.

El agua comienza a caer cuando Jeremías se acerca y le coloca la mano en el hombro.

—Padre, ¿está bien? —susurró—. Esta vez ha ido por muy poco…

—Solo ha sido una arcada —informa retomando la compostura—. Haz el favor de llenar el cáliz y traérmelo a aquí.

2 respuestas a “168# El sacerdote

  1. «Camina hasta una de las paredes y COMA del interior de una caja que hay sobre un estante, recoge un anillo.»
    Muy elaborado, aquí hay investigación de campo. ¿Algún tipo de preparación personal?
    Percibo crítica en el texto, tienen un nivel de sutilidad que me encanta.

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